Ya no se escribir. Ya no se escribir ni para desahogar el alma, ya no caen lágrimas sobre mi teclado cuando intento plasmar de forma mecanográfica los pocos latidos que puedo traducir en palabras.
Duele y no sale hacia afuera, se queda clavado en mi pecho como un tatuaje invisible que me recuerda lo débil que soy, lo frágil que es el ser humano.
El talón de Aquiles materializado en un músculo que nos mantiene con vida.
Viejos recuerdos que renuevan su significado conforme pasan los años. Esas mismas canciones que un día me enseñaron a ser fuerte, esas frases cargadas de intención que repito en mi mente constantemente. Un credo propio para curar las heridas.
De nuevo vuelvo a ser humana, vulnerable, triste, dependiente y asustada. El miedo me sigue paralizando. Mi mente busca sin descanso una explicación racional; la ecuación de la confusión tiene incógnitas personalizadas, con nombre y apellidos. Incógnitas del presente que se convertirán en las afirmaciones del futuro.
Levantar un muro que cubra todas las grietas que se han reabierto. Otra capa de cemento sobre la piel. Supongo que funciona así, una y otra vez. Me convierto en albañil de mis sentimientos, me enfrento directamente al diseño estructural de mi persona, me enfrento conmigo misma.
Sin embargo, esta vez juego con ventaja. No es la primera partida que pierdo, ni tampoco será la última. El juego se va complicando con los años. El paso de las damas al ajedrez. Subimos de nivel al mismo tiempo que vamos perdiendo vidas.
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