A pesar de que ha
llovido mucho desde entonces, aún recuerdo las clases de Educación Física en el
Instituto como si fuera ayer. Me
atemorizaban las pruebas físicas, suponían una exposición tan gratuita de mi
falta de capacidad que me temblaban las rodillas cada vez que pensaba en ello.
En este tipo de
pruebas, las chicas, siempre teníamos una marca de aprobado inferior a la de
los chicos, se suponía y esperaba menos de nosotras; menos fuerza, menos
velocidad, en definitiva, menos capacidad. En ese momento no lo comprendía, me
limitaba a aceptar lo beneficioso de aquella situación e intentaba hacerlo lo
mejor posible. A día de hoy ya me he
dado cuenta de que ante esa realidad, era inevitable acoplarse a la definición
de sexo débil.
Fuera del ámbito
escolar, los cauces de socialización entre jóvenes tenían lugar en la calle, en
la playa, en los centros comerciales y, alguna que otra noche, en los luminosos clubes nocturnos situados en el
centro de la ciudad. En aquella época, era usual inventar todo tipo de
triquiñuelas con tal de retrasar la hora de llegada. Dado que volver sola a
casa nunca fue una opción válida, en mi
grupo de amigas tratábamos de cubrirnos las espaldas y dejar los cabos bien
atados de cara a nuestros padres. Muchas veces mi amigo Luis me acompañaba a
casa. Otras tantas, la ficción de su compañía apaciguó el insomnio de mi madre
una vez había pasado la media noche. En muchos casos, la presencia de un hombre
aparecía como una necesidad
insalvable. Y, de nuevo, la falta de capacidad femenina parecía
retroalimentarse, adaptándose a los roles sociales predominantes. Esta
dialéctica totalitaria eclosionó en mi mente tras la separación de mis padres,
el momento en el que la figura masculino-paterna desapareció por completo de mi
entorno, y quedamos mi madre y yo ante el ideal tradicional de familia. No
podría negar que estas circunstancias me afectaron durante años en un sentido
profundamente negativo, la transgresión de la norma no escrita tenía una
penalización psicológica de la que aún sigo desprendiéndome. Sin embargo, esta
situación, trajo consigo la posibilidad de cuestionar la veracidad del discurso convencional que tan
arraigado se encuentra en el imaginario colectivo. Me hizo darme cuenta de que
éramos mujeres fuertes e independientes, pues mi madre superó con creces la
asignatura de la igualdad siendo el núcleo familiar más completo que jamás
habría imaginado tener.
Con el paso de los
años, las situaciones de las que desprende la superioridad moral y social del
hombre se han ido convirtiendo en una constante. No hace demasiado, solía salir
los jueves a tomar una copa con mi grupo de amigos. Cuando la noche se
despejaba vaticinando un día claro, nos
animábamos a alargar las horas de oscuridad y entrábamos a bailar. Es bien
sabido que en multitud de locales, el hecho de ser mujer implica la entrada
gratuita. Al entrar y sentarnos en la barra, los comentarios sobre la
discriminación positiva y el beneficio de ser mujer o “tener un par de tetas”
volaban en la conversación. Aunque pocas veces expresé mi visión de lo que
suponía la cosificación de la mujer, en mi cabeza resonaba una alarma
advirtiéndome del peligro que suponía ser el producto. Al fin y al cabo, es esta misma lógica sobre
la que se sostiene una cultura social en la que las violaciones, las agresiones
sexuales y los feminicidios están a la orden del día. Poco a poco me he dado
cuenta de que se trata de una realidad fácil de percibir por medio de
experiencias compartidas, pues no son casos aislados ni situaciones
extraordinarias. Y , es precisamente por ello , que creo que la igualdad
comienza en entorno a cada uno, que implica un cambio de actitud ante
diferentes situaciones que en el pasado pudieron considerarse comunes pero en
el futuro de nuestras sociedades deben quedar en leyenda. Y ahora soy
consciente de que primero tengo que aceptarme, quererme y valorarme, aprender
que entre mujeres somos compañeras, no rivales. Si la igualdad es la meta, la
independencia es el camino.
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