Follarse a un cuerpo y fallar a un concepto, talar las raíces del miedo para construir invernaderos donde cosechar el deseo. Limar asperezas con besos, sin sabanas, sin prisas.
Sin peso.
Llorar sudor pecando en la mentira de quererse a uno mismo, de decir aceptarse para respetarse frente al espejo. Romperse en mil sonrisas robadas, en albas carcomidas por el sueño. Sentarte en el suelo, sentar la cabeza o romper el hielo. Trasmitir y trasladarse, trastornar la tormenta hasta que el sol vuelva a quemar las ideas. Fumarme el tiempo, sin soltar el humo, por una vez, dejar de respirar y aprender a flotar en el vacío. La atípica utopía, que roza lo irónico, responde con hipocresía a la molesta somnolencia, responde con silencio al bullicio. Rechaza las convenciones sociales, alcanza al egoísmo en verbo y te sustantiva. Y me hunde en la alegoría de Pedro y el lobo, donde ya no hay avisos sino condiciones entumecidas, dispuestas a la orilla del origen. Allá, donde nombraremos como fronteras a las costas, desoyendo los caudales, solo obedeciendo a tus rituales. Allá, al sur de mis capacidades, quiero asentar una nueva tribu, donde el canibalismo emocional reinará constituyente, someterá al pragmatismo y asentará nuevos latidos. Allá, lascivos y desbocados, alcanzaremos la manzana de Eva sin despegar la mente de los huesos, sin romper cartílagos, sin fricción, con ficción. Con paso apasionado marcharé sobre la cordillera de tu espina dorsal, sin banderas, sin himnos, solo me acompañará un ejercito de pétalos marchitos. No existirán los funerales, ni las grúas, y no tendremos diccionario. Seremos nómadas lingüísticos. Abandonaré mi esqueleto para ramificarme en extensión, para sembrarme sobre un suelo hostil, un suelo fértil, salvaje y vivo.
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