lunes, noviembre 15, 2021

La percepción relativa del "yo"

 Estaba sentada en mi habitación cuando de pronto, recibí un pensamiento inesperado. Uno de esos momentos en los que te pierdes, disasociandote por unos segundos, y permites que un recuerdo tome las riendas de la realidad. En este caso, era un antiguo amigo. Un compañero de intercambio, que me había servido de bastón para navegar uno de los inviernos más fríos de mi vida. De golpe, tenía su risa clavada en el hipotálamo. Los viajes, las fiestas, las conversaciones profundad. La intimidad. Todo ello volvió a formar parte del presente, como si los años hubieran congelado estas experiencias, solo para mostrármelas en una mañana de noviembre. 

Sin saber muy bien como, un sentimiento de profunda extrañeza me invadió, una pregunta sin enunciado que tintineaba en las sienes como una migraña fortuita. Fruto de comparar el nosotros de entonces, con el nosotros de ahora, disparé una catarsis existencial. Recorrí mentalmente tus decisiones en los últimos años, tu renovada orientación laboral, los cambios acontecidos en tu vida, tu ruptura, tu nueva relación, las oposiciones, los exámenes, las horas interminables sentado frente a tus apuntes. A la par, me constate de que yo también tengo una vida nueva, una ciudad nueva, unos amigos nuevos, un mundo laboral antes desconocido. La sensación de incomodidad fue creciendo, dibujando un oscuro y aletargado pasado. En aras de encontrar una respuesta, profundicé en la emoción. Poco a poco, me di cuenta de que la extrañeza era producto de la percepción relativa del yo. En ese momento en el tiempo, éramos iguales, acompasados, coetáneos mental y temporalmente. Cinco años después, solo queda un cadaver erosionado de aquella similitud. Entonces, mi visión de ti construía la percepción de mi propia vida: gustos comunes, tiempo libre compartido, impresiones que han quedado marchitas. Cinco años después, son otros los ojos en los que me observo, me comprendo a partir de las experiencias de otros. Y, sin embargo, no es esto lo que me incomoda. Me pica la curiosidad de las otras vidas que decidí no vivir. Al fin y al cabo, la realización personal está intrínsecamente vinculada a la percepción relativa del yo. Al pensar en ti, no pienso sino en mí. En las decisiones que he ido tomando que me han alejado de aquella igualdad figurada. No es cuestión de inconformismo, sino del simple y llano análisis, más profundo por introspectivo que por brillante. 

domingo, marzo 14, 2021

La digitalización de lo cotidiano: El duelo

 El duelo. El proceso de aceptación, comprensión y adaptación a la pérdida de un ser querido, de un vínculo que nos conectaba con la vida y que la abandona. A través de este negro túnel cae sobre el ser humano la universal verdad: son las emociones las que nos dan vida.

 

¿Es más triste el duelo o la ausencia del mismo? 

 

Significar el vacío, el silencio, la ausencia… es una de las características más puras de la especie que somos, y compartimos la mistificación de esta eterna duda, la trascendente espinita que llevamos clavados desde el momento del nacimiento y que, inevitablemente, sirve para recordarnos que la vida es transitoria. Las sociedades se articulan, en cierta medida, en torno a las respuestas que son capaces de dar a esta pregunta. En función de ellas, se desarrollan una serie de rituales, costumbres, tradiciones y prácticas que están diseñadas para socializar la pérdida. Compartir el dolor lo hace más asumible, lo materializa en ojos ajenos, trasladando su peso de nuestros hombros a nuestras rodillas, para conseguir elevar la vista, y sentirnos comprendidos. 

 

Alrededor del mundo encontramos tantos ritos, cánticos, rezos y bailes como contenedores culturales. Por ejemplo, en algunas zonas en México y en algunas zonas de Latinoamérica se celebra la fiesta de los muertos, un día en el que, entre otras muchas costumbres, es usual la preparación de un altar con fotos de las personas que han abandonado a los que siguen su curso en vida. Estar presente en muchos altares es un honra, que nunca se llega a experimentar en la carne propia. Es una honra para familiares y amigos, ver su cariño (y su duelo) compartido por otros. 

 

La tradición católica, bien conocida, reposa sobre la honra, el respeto, la seriedad, el luto y su color característico. La misa fúnebre y el posterior entierro son, ante todo, actividades destinadas al acompañamiento, pues, en el fondo, no se vela a los muertos, sino a los vivos que se pierden en el duelo. 

 

Otro elemento que forma parte de este rito es la publicación de la esquela. Una sección del periódico que ha despertado un interés sociológico debido a su uso común en diferentes partes del mundo. La esquela portaba la mala nueva, comunicando a menos allegados el trágico suceso. Una esquela, u obituario, no es otra cosa que una publicación social. La impresión en papel de una noticia estaba supeditada al pago de una tasa, alquilar un espacio en un medio de comunicación revestía a la familia del difunto de cierta honra pues implicaba un reconocimiento social. Por lo tanto, se podría señalar que una de las funciones de la publicación de una esquela ha sido producir una reacción en el entorno cercano. La frivolidad de esta intencionalidad, sin dejar de estar presente, es cuanto más remarcable cuando esta comunicación se adapta al formato digital  y viene acompañada de una foto enternecedora. Lejos de ensalzar o rechazar estos modos y medios para lidiar con la ausencia, presentar de forma clínica sus usos potenciales comparándolos con su versión más tradicional puede arrojar luz sobre el asunto, al ser esta una de las expresiones más claras de la digitalización de lo cotidiano. 

 

La redes sociales han democratizado el acceso de la ciudadanía a medios para dar valor a sus voces, recreando círculos sociales y transformando las dinámicas tradicionales de interacción entre individuos. A pesar de que aún es pronto para determinar todos los efectos que el impacto de internet ha tenido en nuestras vidas, lo que está claro es que ha iniciado un cambio sin precedentes en la comunicación. Valorar de forma crítica sus usos potenciales y reales ha permitido observar la liquidez del mundo contemporáneo como nunca hasta ahora había sido posible. Ahora bien, la naturaleza humana, con sus necesidades afectivas y emocionales, lejos de haberse visto profundamente modificada, ha sido radicalmente expuesta. La necesidad de valoración social, aceptación y pertenencia al grupo no son, ni mucho menos, consecuencia del uso de redes sociales, sino su causa. El ejemplo del duelo es especialmente significativo porque la muerte es uno de los temas tabúes de las sociedades occidentales. La exposición cruda del dolor de la perdida por medio de una publicación social rompe este tabú, centrando la atención sobre un miedo tan común como humano pero, además, cumple una labor fundamental para abordar el sentimiento de pérdida. Si bien la socialización del dolor no solo puede ser ejercida a través de este medio, la exposición de sentimientos negativos rompe con la dictadura de la felicidad que impera en espacios virtuales como Instagram o Facebook y debe ser analizada no como un producto de la atomización de las sociedades, sino como un espejo de la interconexión entre individuos que se desarrolla ya no en los espacios físicos, sino en los espacios virtuales. 

domingo, diciembre 06, 2020

La enésima vez que abusaron de mi

Solo me hacía falta un susto más que sumar a la tortuosa lista de recuerdos insólitos que me atreveré a contar con dos cervezas encima y sin el aplomo que cargo al hombro, de nuevo y otra vez. 

- ¡Inconsciente!, ¡Ridícula!-

Sería mentir con ganas si dijera que no siento vergüenza, pero la realidad es que más bien siento asco. Una repugnancia irremediable por haber sido causante de este repertorio sin fin de sufrimiento auto infligido. Me gustaría decir que me doy pena, pero lo cierto es que me merezco el repugnante sabor a sangre en las entrañas. 

-¿Como he podido acabar en esta situación?, ¿Por qué vuelvo llorando a casa?, ¿Transmito vulnerabilidad?-

Quizá soy justo lo contrario, por eso despierto el deseo de desposeerme de mi voluntad, de romperme hasta hacerme añicos.. 

No es desdeñable la idea de que mi atractivo sea, justo ese, la posibilidad de echar abajo un muro inquebrantable, una belleza solemne, inmaterial, una naturalidad despampanante.

- ¡Engreída!, ¡Altiva!- 

De tener ese poder sobre mi cuerpo, burlarse de mi carácter y escupir sobre mis principios. Y, sin embargo, salí de esa habitación más entera de lo que me gustaría. 

-¿Como es posible que quiera escribirme esto?-

Me duelo. Me languidezco, pero sigo de pie, intacta. Miro hacia atrás con precaución, con inocencia,  sabiendo que no está detrás de mi. No está detrás porque ha estado dentro y ya ha dejado su huella en mi mente. 

-¿Qué canción quiero escuchar?, ¿Donde puedo encontrar confort?.- 

Miro hacia atrás. Sigo caminando sola pero me siento perseguida. Temo que esta sensación no desaparezca al despertarme mañana. Hay una comisaría a distancia a pie y, aún así, no existe la posibilidad en mi mente de acercarme hasta allí. 

-¿Para decir qué?, ¡Mentirosa!-

He sido tan estúpida como para meterme en la boca del lobo y ahora el Estado me tiene que lamer las heridas. Que vergüenza. Sigo girándome, la angustia se refleja en los retrovisores a mi paso, y no puedo evitar convencerme de que esta será la ultima vez. Estoy rezándole a una mentira que por recuerdo se convierte en precuela. 

Soy una mierda. 

-Eres una mierda.-

Da igual el esfuerzo que ponga para engañar al espejo, para fingir que mi autoestima me protege. El trabajo  nefasto que he hecho para proteger a lo poco que queda de él. 

Huelo a una pesadilla. No quiero entrar a casa, no quiero meterme en mi cama. 

No quiero estar en mi cuerpo. 

No quiero escribirme esto. No quiero girarme más, pero sigue detrás. No quiere desaparecer, y sin embargo las palabras desaparecen solas. Me siento repudiada, insegura, derrotada.. y aún así, estoy de pie. 

-¿Soy el problema o el síntoma?

lunes, noviembre 02, 2020

"La noche que yo amo tiene dos mil esquinas"

Somos diáspora -rezaba una pancarta colgada en los farolillos de la entrada. La fachada del edificio se conservaba en todo su esplendor, la belleza del renacimiento había impregnado la ciudad y, aunque moribunda, se resistía a abandonar por completo el esqueleto de una capital venida a menos. La lluvia tamborileaba en las aceras y el otoño se asomaba entre las grietas de los adoquines. Era tarde, pero la puntualidad nunca había sido tu fuerte, así que me dispuse a disfrutar los restos fríos del café mientras fingía releer las páginas del diario semanal. 

El hotel parecía cómodo, las vidrieras invitaban a asomar la cabeza al patio principal, era fácil imaginar la puerta abarrotada de maletas mientras los botones, atareados, subían y bajaban las escaleras de recepción cargados con los recuerdos de otros. Era una imagen pintoresca, casi un símbolo emblemático de la Florencia boyante de principios de siglo. 

Volví a mirar el reloj instintivamente, menos cuarto. Los treinta minutos de cortesía habían pasado hacia rato y empezaba a desesperarme. Los goterones resbalaban por las paredes de mi chaquetón, deslizándose hacia mis piernas, guiadas por la gravedad, sentía como las piernas se me entumecían, las rodillas me dolían y los tacones resultaban inapropiados para mi postura corporal. Hastiada de la espera, me dirigí hacia la puerta giratoria. La moqueta azul estaba desgastada, las marcas de ruedines dibujaban un puzzle de líneas que entraban y salían desde los extremos del pequeño habitáculo. Empujé con insistencia la pared de cristal que me separaba de la entrada, levanté mi capucha y me recogí el pelo antes de subir las escaleras. Los escalones de mármol brillaban con el reflejo de la luz artificial, olía a desinfectante y a calefacción. Sentí un golpe de calor que me invadía la cara, mis mejillas se tornaron rosáceas y mi cuerpo respondió agradecido al cambio de temperatura. 

Mientras me registraba en la recepción observé con cautela las advertencias que señalizaban los ascensores de subida y de bajada, el horario del desayuno y la lista de todas las actividades suspendidas. Es una lástima, me habría gustado asistir al baile de salón, susurré para mis adentros. El recepcionista me sonrió, complaciente, mientras me daba una tarjeta roja y brillante que llevaba gravado el número 457. Le hemos asignado la mejor habitación señorita, tiene usted la suerte y la desdicha de disfrutar de todas las instalaciones solo para usted- apuntó. Le devolví la sonrisa sin mediar palabra y me dirigí al ascensor que debía llevarme hasta la cuarta planta. 

La habitación hacía justicia a la elegancia de la recepción. La decoración, sin rozar la sobriedad, daba espacio a la imaginación. Los cuadros, todos en blanco y negro, lejos de ser intrusivos, invitaban al atrevimiento. Recorrí la habitación en silencio, observando cada detalle del mobiliario, imaginándome las próximas dos noches entre sábanas, sopor, despistes y carcajadas. Me complacían estos encuentros fortuitos, los bien llamados viajes de negocios siempre resultaban fructíferos si eran en tu compañía. Esta improvisada rutina de gemidos y discusiones nos alejaba momentáneamente de nuestros logros, para permitirnos adentrarnos en nuestros deseos. Desde el día en que te conocí lo supe a la perfección, el carácter sureño, la despreocupación, la charla desacomodada.., esa seguridad tan naturalizada era capaz de mantenerme en vela, de mecerme en un "ni contigo ni sin ti" que ya se había extendido más tiempo de lo que me habría permitido admitir. Conocías todas las esquinas de mi cuerpo y, aún así, cada vez lo recorrías como un laberinto, ansiando encontrar la salida, rozando las paredes con las yemas de tus dedos, escuchando cada centímetro, girando en el momento exacto, parándote, tintineando en mis entrañas, para volver a retomar la marcha, adecuando la velocidad al camino. Y, sin embargo, nunca quisimos salir de la casilla de salida. Eramos dos desconocidos que se conocían a la perfección. Supongo que era eso lo que mantenía la magia candente, como una suerte de oro fundido incapaz de volver a tomar forma..., una metamorfosis incompleta.

Estaba sentada en la cama cuando escuché un golpe seco en el suelo. Me sobresalté, saliendo de golpe de mi limbo somnoliento. La puerta de la habitación de al lado se cerró segundos después. El juego acababa de empezar. 

martes, septiembre 08, 2020

A.

La cortina se interponía entre su silueta y mis dilatadas pupilas. Creía escuchar como acariciaba su pelo lentamente, un ritual con tintes terapéuticos que acometía cada mañana mientras se preparaba para saltar al ruedo de la incertidumbre. La imaginación es un arma de doble filo, me dije, mientras seguía con la mirada fijada en aquella figura desdibujada que balanceaba cautelosamente sus dedos, haciendo saltar los mechones tras su espalda. 

Eran las siete y cuarto y las calles empezaban a desperezarse, los coches se sacudían, arrancando las escarchas que la noche depositaba en las extremidades de sus ventanas. El invierno me conmovía. El frío trae consigo gestos calurosos, besos de despedida envueltos en vaho, abrazos de bienvenida, guantes olvidados en paradas de bus y gorros recolocados con un gesto cariñoso. 

¿Por qué contamos los años en primaveras? 

He vivido 32 inviernos sentado tras la ventana de mi habitación, alimentado de fantasías y recuerdos prestados por escritores generosos. Me gusta el invierno, repetí para mis adentros. Tal vez mi incapacidad para empatizar con la felicidad ajena me hacía sentirme comprendido cuando la melancolía invadía los hogares en los que cohabitaba..., supuse. Me invadía una sensación de relajación cuando una sacudida me sacó de golpe de mis cavilaciones. La cortina está corrida y ahora puedo verte, vestida, relajada, con tu taza favorita, sentada en la mesa del salón mientras lees el último número del semanal. 
Maldita suerte la mía, maldita esta ventana helada y maldita tu belleza inquebrantable.
Las agujas del reloj se aproximaban frenéticamente al punto final de nuestro encuentro matutino así que esbocé una sonrisa a modo de despedida. Me retiré para sentarme en la penumbra del salón de Padre, agarré la pluma con afán y proseguí escribiendo mi carta infinita: 

La admiración es una emoción que no requiere reciprocidad, no pide ni exige, solo existe. Es un vacío reconfortante que nos permite construir, jugar a crear sin estar subyugados al peso de la materialidad.

Admirar es un acto de pura individualidad. El hecho de existir permite admirar y todos los sustantivos son susceptibles de admiración. El potencial de admiración no depende del ser, que es en este caso un objeto pasivo, sino del que siente. Por lo tanto "admirar" es una capacidad que se atribuye al sujeto, a aquel que realiza la acción: yo te admiro lo que significa que eres admirada por mi. 

Eres un ente pasivo, no participas de esta relación, te domino en mi mente, en mis sentimientos. Me mantengo en control total de la situación. Al final, la admiración es la forma más sutil de dominación.