Nos suponemos fuertes, capaces de aguantar ante el dolor de la misma forma en la que los acantilados aguantan la fuerza del mar. Todas las situaciones parecen sacadas de una película de ficción moderna, cómicamente tristes. Adaptados a las circunstancias como el agua al envase que la constriñe. Y yo, especialmente culpable de auto lapidarme, me impongo este canon por encima de mis posibilidades.
Tras la incomprensión, la ansiedad momentánea o el desarraigo, existe un arcoiris. Pero la visibilidad ha recaído en una mente tortuosa, que decide cegarse en la profundidad existencialista. Que prefiere adolecer a sacar coraje. Que afirma la negación, cuestiona la certeza y sueña realidades. Una mente que bien podría ser artífice de maldades y barbaries, que solo conoce instinto. Pero que decide convertirse en mártir. Una contradicción en si misma. La dificultad para gestionar la intensidad animal, con la que percibe lo que hay a su alrededor, pesa a cada paso. Cuando la oscuridad envuelve la lente, el color queda escondido, hibernando hasta que la claridad rompe la barrera. Es ahí cuando tengo la necesidad de ordenar con sumo cuidado cada pensamiento, organizar mi baúl de recuerdos y cargar a cada uno con la emoción que le debe ir asignada. Y, así reza en esta ocasión, el miedo ha inundado las pequeñas lagunas de mi mente, conquistando terreno a la melancolía, a la morriña, y; sobre todo, a la fuerza. Empujando hacia un precipicio ficticio.
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