martes, septiembre 08, 2020

A.

La cortina se interponía entre su silueta y mis dilatadas pupilas. Creía escuchar como acariciaba su pelo lentamente, un ritual con tintes terapéuticos que acometía cada mañana mientras se preparaba para saltar al ruedo de la incertidumbre. La imaginación es un arma de doble filo, me dije, mientras seguía con la mirada fijada en aquella figura desdibujada que balanceaba cautelosamente sus dedos, haciendo saltar los mechones tras su espalda. 

Eran las siete y cuarto y las calles empezaban a desperezarse, los coches se sacudían, arrancando las escarchas que la noche depositaba en las extremidades de sus ventanas. El invierno me conmovía. El frío trae consigo gestos calurosos, besos de despedida envueltos en vaho, abrazos de bienvenida, guantes olvidados en paradas de bus y gorros recolocados con un gesto cariñoso. 

¿Por qué contamos los años en primaveras? 

He vivido 32 inviernos sentado tras la ventana de mi habitación, alimentado de fantasías y recuerdos prestados por escritores generosos. Me gusta el invierno, repetí para mis adentros. Tal vez mi incapacidad para empatizar con la felicidad ajena me hacía sentirme comprendido cuando la melancolía invadía los hogares en los que cohabitaba..., supuse. Me invadía una sensación de relajación cuando una sacudida me sacó de golpe de mis cavilaciones. La cortina está corrida y ahora puedo verte, vestida, relajada, con tu taza favorita, sentada en la mesa del salón mientras lees el último número del semanal. 
Maldita suerte la mía, maldita esta ventana helada y maldita tu belleza inquebrantable.
Las agujas del reloj se aproximaban frenéticamente al punto final de nuestro encuentro matutino así que esbocé una sonrisa a modo de despedida. Me retiré para sentarme en la penumbra del salón de Padre, agarré la pluma con afán y proseguí escribiendo mi carta infinita: 

La admiración es una emoción que no requiere reciprocidad, no pide ni exige, solo existe. Es un vacío reconfortante que nos permite construir, jugar a crear sin estar subyugados al peso de la materialidad.

Admirar es un acto de pura individualidad. El hecho de existir permite admirar y todos los sustantivos son susceptibles de admiración. El potencial de admiración no depende del ser, que es en este caso un objeto pasivo, sino del que siente. Por lo tanto "admirar" es una capacidad que se atribuye al sujeto, a aquel que realiza la acción: yo te admiro lo que significa que eres admirada por mi. 

Eres un ente pasivo, no participas de esta relación, te domino en mi mente, en mis sentimientos. Me mantengo en control total de la situación. Al final, la admiración es la forma más sutil de dominación. 




 

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