lunes, noviembre 02, 2020

"La noche que yo amo tiene dos mil esquinas"

Somos diáspora -rezaba una pancarta colgada en los farolillos de la entrada. La fachada del edificio se conservaba en todo su esplendor, la belleza del renacimiento había impregnado la ciudad y, aunque moribunda, se resistía a abandonar por completo el esqueleto de una capital venida a menos. La lluvia tamborileaba en las aceras y el otoño se asomaba entre las grietas de los adoquines. Era tarde, pero la puntualidad nunca había sido tu fuerte, así que me dispuse a disfrutar los restos fríos del café mientras fingía releer las páginas del diario semanal. 

El hotel parecía cómodo, las vidrieras invitaban a asomar la cabeza al patio principal, era fácil imaginar la puerta abarrotada de maletas mientras los botones, atareados, subían y bajaban las escaleras de recepción cargados con los recuerdos de otros. Era una imagen pintoresca, casi un símbolo emblemático de la Florencia boyante de principios de siglo. 

Volví a mirar el reloj instintivamente, menos cuarto. Los treinta minutos de cortesía habían pasado hacia rato y empezaba a desesperarme. Los goterones resbalaban por las paredes de mi chaquetón, deslizándose hacia mis piernas, guiadas por la gravedad, sentía como las piernas se me entumecían, las rodillas me dolían y los tacones resultaban inapropiados para mi postura corporal. Hastiada de la espera, me dirigí hacia la puerta giratoria. La moqueta azul estaba desgastada, las marcas de ruedines dibujaban un puzzle de líneas que entraban y salían desde los extremos del pequeño habitáculo. Empujé con insistencia la pared de cristal que me separaba de la entrada, levanté mi capucha y me recogí el pelo antes de subir las escaleras. Los escalones de mármol brillaban con el reflejo de la luz artificial, olía a desinfectante y a calefacción. Sentí un golpe de calor que me invadía la cara, mis mejillas se tornaron rosáceas y mi cuerpo respondió agradecido al cambio de temperatura. 

Mientras me registraba en la recepción observé con cautela las advertencias que señalizaban los ascensores de subida y de bajada, el horario del desayuno y la lista de todas las actividades suspendidas. Es una lástima, me habría gustado asistir al baile de salón, susurré para mis adentros. El recepcionista me sonrió, complaciente, mientras me daba una tarjeta roja y brillante que llevaba gravado el número 457. Le hemos asignado la mejor habitación señorita, tiene usted la suerte y la desdicha de disfrutar de todas las instalaciones solo para usted- apuntó. Le devolví la sonrisa sin mediar palabra y me dirigí al ascensor que debía llevarme hasta la cuarta planta. 

La habitación hacía justicia a la elegancia de la recepción. La decoración, sin rozar la sobriedad, daba espacio a la imaginación. Los cuadros, todos en blanco y negro, lejos de ser intrusivos, invitaban al atrevimiento. Recorrí la habitación en silencio, observando cada detalle del mobiliario, imaginándome las próximas dos noches entre sábanas, sopor, despistes y carcajadas. Me complacían estos encuentros fortuitos, los bien llamados viajes de negocios siempre resultaban fructíferos si eran en tu compañía. Esta improvisada rutina de gemidos y discusiones nos alejaba momentáneamente de nuestros logros, para permitirnos adentrarnos en nuestros deseos. Desde el día en que te conocí lo supe a la perfección, el carácter sureño, la despreocupación, la charla desacomodada.., esa seguridad tan naturalizada era capaz de mantenerme en vela, de mecerme en un "ni contigo ni sin ti" que ya se había extendido más tiempo de lo que me habría permitido admitir. Conocías todas las esquinas de mi cuerpo y, aún así, cada vez lo recorrías como un laberinto, ansiando encontrar la salida, rozando las paredes con las yemas de tus dedos, escuchando cada centímetro, girando en el momento exacto, parándote, tintineando en mis entrañas, para volver a retomar la marcha, adecuando la velocidad al camino. Y, sin embargo, nunca quisimos salir de la casilla de salida. Eramos dos desconocidos que se conocían a la perfección. Supongo que era eso lo que mantenía la magia candente, como una suerte de oro fundido incapaz de volver a tomar forma..., una metamorfosis incompleta.

Estaba sentada en la cama cuando escuché un golpe seco en el suelo. Me sobresalté, saliendo de golpe de mi limbo somnoliento. La puerta de la habitación de al lado se cerró segundos después. El juego acababa de empezar. 

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