miércoles, marzo 22, 2017

que estoy bien aqui, en mi nube azul

Cuando me desperté la claridad ya inundaba mi pequeña habitación, aunque el cielo seguía tan gris como de costumbre, la luz del día me puso de buen humor. El sol se escondía tras los densos nubarrones, pero no me impidió sentir su calor a través de la ventana. Era un día grandioso. Algo había hecho clic dentro de mi, y el miedo se había transformado en ilusión. 

Luis se había marchado hacia dos meses, diez días y cuatro horas, pero toda mi casa seguía oliendo a él. Tras la negación, la ansiedad y la aceptación, llegó el duelo. No es que su decisión me hubiera pillado por sorpresa, pero me había dejado un sabor a frustración del que no quería desprenderme aún. Dicen que el síndrome de Estocolmo es un mal muy común, la realidad de una persona se reduce al contacto con su captor y enfoca sobre este la necesidad de afecto. Mi relación con Luis transgredía cualquier definición médica para esta condición. Para empezar, era curioso estar cautiva dentro de mi propia casa,  pues nunca sentí esa sensación de anhelo propia de la lejanía. A ratos, Luis no era más que una mascota poco cariñosa que aparecía y desaparecía sin previo aviso. Cuando se sentaba conmigo a tomar el té en el espesor de las noches de insomnio quería que siguiera allí a la mañana siguiente, pero cuando despertaba, aletargada y entumecida, siempre estaba sola en el piso. Solía asomarme al balcón para contemplar a los niños que entraban a la escuela, algún día Luis y yo también seremos jóvenes e iremos juntos a jugar al parque, pensaba. La luz del día me espantaba, cubría todas las ventanas con manteles y tapaba mis ojos con vendas, confiando en que sería capaz de recrear la noche dentro de mi para que su presencia reapareciera.

Aún recuerdo el día que nos conocimos, era Septiembre y el calor me había impedido dormir durante toda la noche. Me levanté de la cama con brusquedad, y el pastillero que reposaba sobre la mesa de noche calló y rodó bajo la cama. No le di importancia, ya lo recogeré cuando haya terminado de desayunar, pensé. Me dirigí a la cocina y me senté frente a la mesa, sola y cansada. Cuando me quise dar cuenta, había pasado gran parte del día mientras observaba los azulejos violetas del muro que separa la cocina y el balcón. Estaba anocheciendo, y aún no me había tomado la dosis diaria. Esas pastillas me habían acompañado durante tantos años que había olvidado para qué las tomaba. La inercia me llevó hacia el dormitorio, y cuando me senté en la cama, apareció Luis. Entró por la puerta como si nos conociéramos de toda la vida, me sonrió y se sentó a mi lado. Me abrazó, y me prometió que nunca volvería a pasar la noche sola. La conversación era divagante, poco sólida pero muy reconfortante. Las horas pasaron como minutos, y con el alba, Luis se despidió, advirtiéndome de qué si quería volver a verle, no podía mirar bajo la cama. Nunca llegué a entender por qué se escondía allí, probablemente a él tampoco le gustaba la luz del día.


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