sábado, agosto 19, 2017

Memorias de la dureza

Abarcamos nuestros campos de actuación abordando el papel que se nos ha otorgado, amoldando nuestras arterias a vasijas de aluminio, cuya rigidez poco margen de actuación le permite al azar. En mi caso, mi vasija fue fraguada al calor de las lágrimas que se guardan en el pecho, como un secreto que no era capaz de confesarme a mi misma. Y así me asenté, y acerté. Guardé la inocencia que alimentaba la bondad, congelando aquellos fuegos que ardían en ansias de ser avivados. Tuve que cerrar la llave de paso del caudal imaginario de la calma, asumiendo como propia la monotonía de repudiar aquello que pudiera herirme de gravedad. No solo se trataba de supervivencia, se convirtió en una cuestión de principios, de concordancia con las realidades que analizaba. Era el modo de entumecer el barro para permitirme postular como alfarera de mis sueños, de mis ideas y de mis sentimientos. He de admitir, sin embargo, que no siempre resultó tarea fácil sostener la inmensa fachada de frialdad, de dureza inquebrantable, de indiferencia naturalizada, de racionalidad y pragmatismo emocional. Será, quizá, este mismo el motivo de mi necesidad de autosuficiencia. El espejo en el que me quería mirar estaba agrietado, lleno de polvo y ceniza, con manchas de un carmín que antaño lucía vibrante sobre la carnosidad de mis labios. Los años habían borrado el color, dejando un rastro mohoso al que acudía en busca de orientación cuando cerraba las ventanas al mundo exterior.

Clarifiqué mis prioridades, las escribí con sangre en mi memoria, haciéndome el juramento de, noche tras noche, solo serme fiel a mi misma. Tenía que luchar por mantener mi preciada impermeabilidad, que tanta angustia me había aliviado cuando la piel se me desgañitaba ante el abismo de las dudas. Y sobre esta base, empecé a construir, con la delicadeza propia del puntillismo, inexorables murallas pintadas con graffitis que rezaban: Libertad. Pero la argamasa que constituía con su opacidad mi eterno refugio invocaba la letra pequeña de una hipoteca que tendría que pagar a plazos: Soledad.
Pasaron los años y deduje que solo podía quererme siendo yo, y solo yo. No existía evidencia de una realidad alternativa, no se trataba de una opción sino de la única decisión posible que se adecuara a mis necesidades. Y así llegaron las ecuaciones emocionales, las listas de cualidades reemplazables de aquellos que tenían el valor de no temerme, los sustitutos, el plan b y su detallado protocolo de actuación, el escepticismo, la frivolidad, las mentiras, los cortafuegos, el aislamiento y, finalmente, la deshumanización. Exponía con orgullo mis trofeos, como un cazador furtivo, al tiempo que relamía de mis colmillos la sangre derramada en cada batalla. Extrañamente, comencé a desarrollar un fetiche con mi capacidad para no encariñarme de las personas, me repetía una y otra vez cuán cruel era creando vínculos, a sabiendas, ficticios. Alimentaba cuidadosamente con actos aquello que mis palabras sugerían, decorando las estancias de mi nuevo dominio. Colonizaba para no ser conquistada.

Me tenía tanto miedo, que no me permitía querer. Ese era mi ascetismo favorito.


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