lunes, marzo 16, 2020

La cortina del avión

La cortina del avión es sutil, lo suficientemente perceptible para convencer de pagar más por un vuelo de mayor calidad, en el mismo avión en el que viajan las hijas de las obreras. Es sutil, sin llegar a ser una barrera física que pusiera en peligro la seguridad del resto de pasajeros. Y, sin embargo, es una barrera mental que todo aquel que haya viajado en avión alguna vez tiene plasmada en su imaginario. 

La lucha de clases terminó cuando el objetivo pasó de ser la dictadura del proletariado a ser considerarse clase business. 

Lo cierto es que en las primeras seis filas de asientos se respira un aire diferente. Los pasajeros son más clientes y menos pasajeros y los azafatos son más mayordomos y menos autoridades del aire. La business class es la versión impresa de aquello a lo que denominamos ahora entrepreneurs. Y, tal y como ocurrió con los medios de comunicación, la digitalización trajo consigo la precarización y un aumento de la explotación laboral. Lo positivo, desde el punto de vista sociológico, es que la globalización ha abaratado estrepitosamente el coste del transporte aéreo para el cliente -o pasajero, depende del número de asiento-. El descenso del precio -que no de la huella medioambiental que ello conlleva- ha generado que los aviones sean muy buenos laboratorios de observación de nuestra especie. Si nos fijamos, en los aviones hay un código de conducta solemne, un escalón superior a los hábitos y costumbres que observamos en el transporte público. Cada persona tiene su propio asiento, un reparto que, si bien puede ser aleatorio, resulta en un orden jerárquico: ventana-pasillo-centro. Por supuesto, dependerá de la compañía el hablar de unos estándares de comodidad y espacio personal, o de la inexistencia de los mismos. Lo que está claro es que los aviones nos vemos obligados a interactuar a razón de compartir espacio durante un periodo relativamente extenso. Tenemos que movernos, salir al baño, volver a entrar, coger la chaqueta, el bocadillo, guardar el libro... Y en todos estos contactos, arguyo, hay un código de conducta -generalmente respetado- que tiene un aire bíblico con un toque de nobleza de segunda, pero nobleza. Será quizá que al vernos obligados a compartir más tiempo y espacio con extraños, con otros, de lo que acostumbramos en el cotidiano transcurrir de la rutina diaria nos vemos en la necesidad de ser respetuosos. Esto conlleva, por ejemplo, que en el mejor de los casos siempre habrá una mano amiga dispuesta a bajar tu maleta si tú no eres capaz, y, en el peor, nos vemos liberados de la irritante música pública que en un bus entre Logroño y Gijón bien podríamos esperar, pero que resulta sorprendentemente fuera de lugar en un avión, en especial de un lado de la cortina. 

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