Dejé de tensar mis músculos durante unos minutos, dediqué toda mi fuerza a escuchar aquella maravillosa melodía. Sentía como el sonido me envolvía en una nube espesa y nostálgica. Sin embargo podía saborear el dulzor de un nuevo horizonte, oculto pero cercano.
Mis impulsos racionales se han apoderado del cuidado superficial, consiguiendo un cóctel novedoso: el ansiado término medio. Encontré dentro de mi pecho una pequeña llama, un fueguito gris, que trataba de ocultarse entre el miedo. Pronto me percaté de que brillaba aún siendo mate. Adaptarse o morir. Había sido presa de una pesadilla impuesta; caída entre las rendijas de una alcantarilla.
Azucé a mi fuego interno para doblegar a mi mente y limite a mi cabeza para no perderla. Me enderecé y recompuse, en la medida de lo posible. Me cuidé sin necesidad de esterilizar cada recuerdo, ni cada experiencia. Aunque eso no ha cambiado lo poco vívidas que son las imágenes que logran acceder a mi cerebro.
La fricción genera impulso, mi cometido es orientarlo en el sentido correcto. La fuerza es una constante en mi vida, no una imposición: no tengo fuerza, soy fuerza. También soy amor, locura, inhibición, rebeldía, magia..e inocencia, sobre todo soy inocencia disfrazada de estrategia. Tengo vacíos llenos de esperanzas. Agujeros negros que se extienden, inexorables, por debajo de mi piel; rozando mis venas. Pero la pequeña luz nunca se apagó por completo, mantuvo a raya al frío. Luchó contra la lógica, la razón y la ciencia; así demostró que la felicidad expira su fecha cuando la tregua se convierte en una posibilidad.
Sería absurdo negar la realidad: el dolor fortalece o, más bien, endurece. Agrieta la piel y seca las lágrimas. Te aproxima al reino de la apatía, donde la desesperación se convierte en el mayor de tus deseos. En el trono de la indiferencia, las horas se convierten en días. Las ojeras cavan tus cuencas preparándolas para los cuervos.
Y así, mi querido dolor, posó su mano sobre mi espalda para acariciarme. Al principio se limitaba a eso, de lunar a lunar, de peca a peca. Con escasa frecuencia, me pellizcaba la zona de las costillas. Lo acepté en el núcleo de mi alma. Era grotesco, maleducado e irresponsable. Era egoísta, altivo, seguro y cruel. Era el escudo que me protegería de los demás, pero sobre todo, de mi misma.
Durante muchos años se convirtió en un imaginario hegemónico, se camufló la piel de tigre con un suave plumaje.
Hoy ha decidido quitarse el disfraz.
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