Paulatinamente las caricias se volvieron frías, casi inexistentes. Noches plagadas de besos y abrazos carecían ahora de su sentido idílico y metafórico que tanto nos costó desvelar en nuestros escuetos dieciséis años. Yo creía en el karma, en los minerales y piedras que me envolvían en aureolas imaginarias de energía, creia que mientras más ganas de ser feliz tuvieras mejor te saldrían las cosas. Tu profesabas los valores del esfuerzo, la manipulación, el dinero como fundamento del poder y las riquezas como muestra del éxito. Una combinación casi tan explosiva como la primera copa a la que invitaste. Dicen que los polos opuestos se atraen, y nosotros pecamos de ignorantes. Desapareció el mundo ante mis ojos, era capaz de contemplar solo una cuarta parte de lo que en realidad sucedía bajo un techo demasiado endeble como para soportar el peso de nuestros sentimientos.
La sangre se movía al compas de los frenazos de tu ferrari. Discutíamos durante el día y nos reconciliábamos por las noches. Pasábamos demasiado tiempo contemplándonos el uno al otro.
Y como siempre digo, el mundo también se acabará algún día, crecimos demasiado despacio, nos perdimos del tiempo y las estaciones. Pertenecíamos a otra realidad.
Acabamos enfermos, embelezados en un halo invisible, abstracto, incoloro. Hoy en día me pregunto si sería cierta la existencia de ese halo, si fue quizá el coctel molotov de nuestras imaginaciones, una barricada a la vida.
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