jueves, enero 31, 2013

A veces desear algo con todas tus fuerzas acaba aplastándote.
No siempre los príncipes azules tienen un castillo, un corcel blanco y unos besos exquisitos.
En realidad, mi príncipe azul se fue destiñendo con el tiempo.
El castillo en el que vivíamos se ensanchó. Apareció un foso lleno de cocodrilos a su alrededor y nada ni nadie era capaz de entrar. Se volvió una fortaleza y, al principio, era formidable.
Ninguna flecha enemiga podía dañarnos en su interior.
Después esas murallas se volvieron más altas. Estaba genial, ni si quiera los mayores peligros podrían acercarse.
Pasó el tiempo y los fosos se llenaron de musgo. El musgo atrajo a animales que querían alimentarse. No pretendían hacer daño alguno; algunos pajarillos de colores, conejitos indefensos y demás criaturas silvestres.
La fortaleza estaba tan ciega y ensimismada en no dejar pasar absolutamente ningún posible peligro que exterminó a todos los animalitos que se acercaron al castillo.
Me puse rabiosa, y quisé destruir las anchas murallas y socorrer a las pobres criaturillas, pero eran demasiado gruesas.
Dejé pasar la ocasión, pensé que sería un error del castillo y que no sucedería nunca más.
Pero la conciencia me hervía día tras día pensando en que se podría hacer para aminorar el peso de las paredes del castillo.
Un día trate de salir a recoger florecillas, pero las puertas estaban cerradas a cal y canto. Me imaginé que habría alguna guerra y olvidé lo ocurrido.
Un día el aire comenzó a volverse denso, la luz del sol dejaba de entrar por las ventanas. Me asomé al balcón y observe como nuestra protección nos había engullido.
Miraba a mi alrededor y todo era macizo.
Quedé encerrada para siempre.

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