martes, agosto 28, 2018

"Ruido"

Enfurecimos en el recondito vacío de la indiferencia,
enviudamos contra el pronóstico de un tiempo feliz. 


Hace algunos años, logré reconocerme en el reflejo de un charco, alcancé a abrir bien unas pupilas entumecidas por el invierno del conformismo y salté dentro de mi con todas mis fuerzas. Me sacudí en giros sucesivos sobre mi consciencia, abofeteando aquellos malditos reproches que, como telas de araña, habían poblado los recovecos de mi tórax. 
Era un día entrañablemente grisáceo, los adoquines combinaban a la perfección con la decadencia que vestía los rostros de los dueños de los maletines de cuero negro. Encajé la cabeza en la esquina de la ventana y di por comenzado el ritual flagelador de cada mañana. Me esforzaba en enfocar más allá de los puntos que la vista me regalaba, tratando de advertir su figura entre la gaseosa multitud que se abalanzaba calle abajo. Mi selectiva memoria había almacenado todos los detalles del ala de su sombrero, sabía que, si quisiera, podría dibujarlo de forma milimétrica, aunque de poco habría servido identificar el sombrero de un hombre muerto. 

El día que recibí la noticia mantuve una calma recelosa hasta que el oficial nos concedió el pésame y se apresuró escaleras abajo para seguir con el saco de pesadillas que aún tenía que repartir por el del barrio. A su paso, las lecheras se resquebrajaban entre las manos temblorosas de mujeres embarazadas que -por fin- sabían el sexo de su retoño, y los muebles perdían su barniz al calor de las lágrimas de las madres que -por fin- se permitían perder la compostura. Y así sucedió en el seno de mi familia aquella mañana de otoño. La fragilidad de los huesos de Lucia no pudo soportar el peso de la responsabilidad de sacar adelante a dos niñas menores. Y no fue que ella se rindiera, pues la victoria era inalcanzable. Fue la derrota quien quizo apresurarse, pasándome el pesado testigo de la maternidad postiza. 

Su entierro fue austero,  solo estuvo amenizado por los sollozos de Paloma, la dueña de la mercería en la que trabajó Lucia los tres años que logró aguantar los latigazos de la sala de interrogatorios. Paloma era una señora corpulenta, con dos alforjas a modo de brazos, y una espalda del tamaño de una pila.  Tenía el pelo oscuro y ondulado, como la piedra volcánica. Normalmente, vestía un pañuelo de seda anudado a lo ancho de la cintura, un delantal de lunares y unos zapatos muy llamativos que se llamaban como un país que no logro recordar. Aquella indumentaria tan colorida parecía sacada de otra época, desde luego, no representaba la España en la que yo me había criado. Sin embargo, sentada a su lado en el cementerio, tuve la sensación de que aún había alguien con la fuerza suficiente como para proteger la dulzura de la inocencia de los ojos de mi hermana pequeña.

Cuando Arantxa al fin reposó su cabecita sobre el almohadón del sillón, me di cuenta de que la vida me acababa de sumar años en cuestión de horas. Acaricié su mejilla con las yemas de mis dedos, suplicándole al hastiado tacto de mi mano ser, durante unos instantes, algodón desprendido de la esquina de una nube. Observaba a Arantxa tratando de entender su ingenuidad, envidiando la posición en la que la jerarquía la había depositado en aquel maremoto generacional. Yo debí haber ocupado su lugar, yo debí haberle reclamado a Lucia lacitos rosados y migas de pan con chocolate. Eran mias las muñecas que Arantxa abrazaba cuando el ocaso tamborileaba la ventana del dormitorio. En un abrir y cerrar de ojos familia y aquella cría llorosa y taciturna, se convirtieron en sinónimos, casi tanto como el hambre y la rutina, la fatiga y el reloj o el sexo y el dinero.




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