domingo, septiembre 09, 2018

Metástasis emocional

Anulando el escudo que me protege de la realidad, alcancé un nirvana melódico, ilusorio, gris y desdibujado, donde mis circuitos cognitivos se despertaron para abrazar la capacidad de volver a gritar, a reír, a sentirme. 
Y, sin pensarlo, casi sin quererlo, dejé de calcular, de medir y racionalizar. Durante unos instantes, realmente, conseguí no pensar en nada más que en la piel que me vestía, en el viento que erizaba mi espina dorsal y en el calor que desprende una conversación sincera.  Así, el mar y yo, comprometimos nuestros recuerdos, amamantados por el caudal de un río sin desembocadura, una tormenta con rayos, truenos y arcoiris. 

Y abrí por fin los ojos para reencontrarme con la profundidad del Atlántico, y una burbuja me devolvió el guiño. Entonces, lo supe.

Que hay pupilas camaleónicas, que reflejan espejismos de instantes incompletos, de sensaciones que invaden ciudades, brotando como raíces de malas yerbas, pintando aceras, fachadas, farolas.. pintándote por dentro y tocándote por fuera. Hay pupilas que te devuelven al aliento, te quitan el mareo de la monotonía de una vida no elegida, de un camino de alambre y del peso de una responsabilidad autoimpuesta. Hay pupilas que transmiten una metástasis emocional que no tiene un principio ni un final delimitado, que no tiene una fecha, pero si una hora. 
Hay pupilas envueltas en un iris atemporal, desvinculado de conceptos espacio-temporales, y que te permiten viajar a otras dimensiones, si consigues mirar detenidamente a través de ellas. No creo que la mirada sea la ventana del alma, sino una azotea con vistas a los pensamientos recónditos, a la que solo está permitido subir a altas horas de la noche, cuando los gatos espían los sueños de sus dueños y hay espacio para la imaginación. 

Hay pupilas que deslumbran, incluso cuando los párpados reposan en su superficie, alumbrando, con su sutileza, una vía láctea en los ombligos indiscretos de los transeúntes que se animan a dirigir una sonrisa. 

Hay pupilas maternales, que te observan saltar, caer, herirte, querer rendirte y volver a empezar. 
Hay rostros que son todo pupilas, dilatadas, ensimismadas en la ilusión de converger con la línea del horizonte. Hay pupilas que no saben nadar, que no lloran para mantenerse siempre a flote de un velero encallado. Hay miradas que dicen no decir nada, para decirlo todo. Miradas indiscretas, que titubean en el silencio, que se te pegan al pecho con cada latido. Hay primeras miradas destinadas a no volverse a mirar igual jamás. Hay miradas que nunca dicen adios. 

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