domingo, octubre 13, 2019

Listening to Angie on a Sunday night

Esa mañana me había despertado con la certeza de haber reabierto la puerta a todas mis inseguridades. Me revolví en la cama, buscando el consuelo inexistente del calor bajo las sábanas. Miré el reloj, las 11.30. Un domingo cualquiera habría sido admirable despertarme sin alarma a esa hora. Pero no me permití regocijarme en mi hazaña, debía continuar flagelándome para redimirme por ser humana. Me escocían las entrañas y tenía la boca oxidada, las ideas pegadas las unas contra las otras y muy pocas ganas de escalar la mañana entre aquellas paredes manchadas de humedad. 

Introduje el pie en la ducha con mimo, permitiéndome sentir el frío erizar mi piel, acompañando con la vista los pequeños impulsos eléctricos que descargaban contra mi dermis, apuntando tantos al marcador de la hipersensibilidad matutina. Dejé correr el agua por mi cuerpo, regodeándome en la sensación de placer, acariciándome como si fuera tu mano la que presionaba mi clavícula. De pronto sentí una punzada de dolor en el abdomen, un golpe seco, casi clínico, una llamada de atención estratégica, medida... 

Me recogí el pelo en una toalla, me abracé al albornoz y me senté frente al café con la libreta de deseos pendientes en la mano. La inspiración y el dolor son una pareja de baile despiadadamente coordinada, pensé. Le di el primer sorbo a aquel líquido marrón y cogí el bolígrafo con determinación.


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